Hasta
ahora había tenido convulsiones en el sofá, en la mesa de una
cafetería de modernos, en la cama del hospital, en la ducha, en medio de una jauría de chihuahuas... Las últimas las tuve en
alta mar. Hacía viento, llovía, el barco se movía sin piedad, los
niños lloraban o vomitaban, según, en la tele daban fútbol y nadie estaba para fijarse en
mis muecas y temblores. Además, llevaba la pañoleta y pude taparme. Unos minutitos y ya. No sé si esto se me
quitará. A lo mejor dudaré siempre si voy a empezar a torcer
el morro eléctricamente o si se trata de otra falsa alarma. Dice el
médico que no es grave y que los desencadenantes típicos son el
estrés, la falta de sueño, el alcohol y los estímulos luminosos.
La vida. Igual si me encierro en una celda oscura, medito, vivo de apio y
agua sin gas y duermo 20 horas al día me libro de las crisis.
Pero
de resto todo va mejor. He perdido cinco kilos. A mí me parece que a ratos hablo raro, pero el único que parece darse cuenta es el Señor Alto. Camino sin esfuerzo
(si no es cuesta arriba), apenas me duelen los huesos, puedo
abrocharme botones y cremalleras varias. Ya no tengo clareas en la
cabeza y no me toca pintármelas por las mañanas (lo que resulta muy
útil, porque ahora llueve casi cada día y así no me preocupo de
los chorretones castaños frente abajo). Me pinchan menos. Sigo
tomando corticoides, porque se me estropeó el eje
hipofisario-adrenal, o algo así, y no se arregla solo. Y muchas
medicinas más. Mi colección de pastilleros crece regularmente. En
un tiempo saldré en la tele (en un programa de los de por la mañana)
presumiendo y señalando todas esas cajitas de colores en sus
expositores de cristal.
El
lunes, más revisiones. Por cierto, que me ha preguntado mi médico de cabecera si quiero la invalidez. Todavía estoy tratando de recuperar el habla.