viernes, 29 de noviembre de 2013

34. Entrevistas

A veces paso el rato imaginándome entrevistas de trabajo. Ya sé que para eso hace falta mucha fantasía, que la entrevista de trabajo es, aquí y ahora, un extraño animal mitológico, con cincuenta y cuatro patas, pestañas rizadas y escamas semitransparentes. Pero una tiene que poner de su parte, como si hubiera futuro o algo. “Bueno, entonces ha cumplido usted cuarentayglorffs años, ¿no?”. “Sí, señor, y mire mi CV, qué bien he aprovechado el tiempo, cuántos títulos, idiomas y cosas; y ahí no lo pone, pero sé coser y bordar y hasta hacer ojales. Parejitos-parejitos me quedan”. “Quería preguntarle por qué en su trayectoria profesional aparecen dos períodos prolongados en blanco, uno en 2009 y otro en 2013”. “Pues verá, la crisis internacional, la caída de Constantinopla, la piratería, las rocas metamórficas...”. “¿No se habrá puesto enferma, no?”. “¿Yo? ¿Por quién me toma? Soy una empleada modelo, nunca me cojo cánceres ni nada, no sé ni qué es una baja por contingencias comunes. Vamos, no sé ni qué es una contingencia”. “Ajá. Y lleva el pelo tan corto por gusto”. “Sí, porque me favorece, y también porque soy lesbiana, y le juro que no pienso inseminarme ni adoptar ni nada, ¿ve?, cero niños, eso que se ahorra en bajas maternales”. “Ya. Un momento, que vamos a traer al perro”. “Perro, ¿qué perro?”. “Aquí en Recursos Humanos tenemos un perro especialmente adiestrado para detectar los problemas de salud; igual que los de los aeropuertos huelen las drogas, éste huele las enfermedades”. “Ah”. Entra un cocker doradito con las orejas rizadas, me olisquea una pantorrilla, se sienta y ladra dos veces. “De acuerdo con el sonido que acaba de emitir este noble animal, algunas partes de su cuerpo han proliferado indebidamente al menos en dos ocasiones. Así que nada, ya la llamaremos”. “No, no, criatura, ven, huéleme otra vez, que estoy perfecta, sanísima”. “Puede irse”. “Oiga, deme otra oportunidad. Toby, ven, guapo, verás que reboso salud, todo en su sitio”. “Señora, que ya hemos terminado, haga el favor o llamo a Seguridad”. “Pues llame, que tengo el Ébola: le escupo al guardia y se lo contagio. Y a usted también. Al perro no, que no debe culpa”. “Señora, es usted la que nos ha mentido”. “Cabrones. Contrátenme YA. Voy armada”.

martes, 26 de noviembre de 2013

33. Respira hondo

Hoy me han dicho que tengo que comer mucha papaya, que es muy poderosa, muy regeneradora de los tejidos; que si el papa Juan Pablo II aguantó vivo tanto tiempo, y además ejerciendo su ministerio hasta el último momento, y con semejante dignidad, fue porque se alimentaba casi exclusivamente de papaya.
Y algas, que tienen mucho hierro. 
Y nueces, porque si te fijas son de la misma forma del cerebro humano, y con ese diseño la madre naturaleza nos está mandando un mensaje clarísimo.
Ah, y que para lo de las convulsiones me vendría bien llevar encima una piedra de calcedonia, que además también está muy indicada para los trastornos del habla. 
Ustedes no se imaginan lo que me cuesta no gritar ni matar a nadie.

lunes, 25 de noviembre de 2013

32. Libros

Mi nivel de encharcamiento interior es tal que me han recetado unas medicinas especiales para ver si desaguo un poco y no reviento. Aunque hubiera sido bonito ver por dónde estallaba. Yo  habría votado por los pies. La cosa es que ahora me dedico a ir a mear cada veinte minutos. No pongan esa cara: sé que mi glamour es infinito e inquebrantable y que estas cosas les interesan un montón. Además, valoren mi contención, que podría ponerles fotos. Y bueno, en los ratos que me quedan libres busco lectura. Que no es fácil, porque ahora casi todo me da pena. En realidad en estos últimos días he triunfado bastante, porque rebuscando en el Rastro y en un sótano infecto con un letrero que decía “ocasión-ocasión” conseguí cinco libros interesantes, en perfecto estado, por 22 euros en total. Casi todos en inglés: dos de crímenes, dos de risa y el primero de la serie de Harry Potter. Tengo la esperanza de que me duren una semanita o dos. Me envenena la sangre empezar los libros y dejarlos a medias. Si son malos no hay problema, quiero decir, al guano se van, no pienso perder el tiempo (esto va por ti, Ruiz Zafón: sí, te tengo coraje, podemos atribuirlo a la envidia, pero dejando de lado mi pobreza estructural y mi amargura personal, “La sombra del viento” es objetivamente deleznable). Si los libros son buenos y no puedo con ellos porque sufro como una imbécil (me está pasando con Leonardo Padura, por ejemplo), me parece un desperdicio muy grande y no me consuela nada decirme “el año que viene podrás leer lo que quieras”.

Porque verán, ya no me atrevo a disponer del futuro. Igual el año que viene estoy regia. O no. O ni siquiera estoy. O no están ustedes, entiéndanme. Yo qué sé. El universo es poco de fiar.

sábado, 23 de noviembre de 2013

31. El fin del mundo en la Plaza de la Madera

La señora sabe que se acerca el fin del mundo porque va por la calle, rumbo a la Plaza de la Madera, y encuentra, en un puestito de libros de viejo, uno titulado “El elefante violador”. Que luego no, luego, bien mirado, es “El elefante volador”. Dumbo. La señora suspira. Y mientras piensa que eso debería haberle hecho gracia, oye que en la plaza ladra un perro chico que lleva un chaleco turquesa, el pobre, y que más allá un montón de niñas gritan y se ríen arrebatadas, a pesar de que de la puerta grande del teatro sale una música alta y tristísima, como de orquesta de difuntos. Y la señora se esfuerza en entender qué dicen (las niñas, no los difuntos), pero no pilla nada, porque las niñas son chinas y juegan en chino, y a ella le falta espíritu para acercarse y decirles “cuéntenme, por favor, tradúzcanme, que quiero saber qué les da tanta risa”. Además a las niñas las conoce, son fans de la Pini, y acercarse a ellas significaría un rato de chillidos de amor y pelos de punta, más otro de lanzamiento intensivo de pelota por turnos. Y no, ahora no, que está muy cansada. En esas, sin querer, la señora se ve reflejada en un escaparate y comprueba que no tiene cuello, y se dice cosas del tipo “bah, tener cuello está sobrevalorado, mira a Doraemon si no, o a Naranjito, y ellos sí que triunfaron en la vida”, pero ni se anima ni se hace gracia. Entonces se da cuenta de que han cerrado la churrería del otro lado de la plaza y están alquilando el local, y se acuerda del viejito enteramente vestido de blanco que la llevaba, con su delantal largo y su bigote, y le da pena. Allí se queda con su pena idiota, porque seguro que el señor está jubilado y feliz, sembrando papas y calabacinos en algún cercado del Norte y procurando olvidarse del olor del aceite requemado.
Entonces pasa el tranvía y efectivamente se acaba el mundo. Durante medio segundo. Y luego empieza otra vez. Y nadie se da cuenta, ni importa nada.

jueves, 21 de noviembre de 2013

30. Suerte

Tengo hambre y sed de salvación. No, es broma, tengo hambre, nada más. Esta dieta me machaca más de lo que esperaba. Como, pero es como si no hubiera comido. Lo que quiero (con desesperación) es algo crujiente, graso y salado. En cantidad. Una pizza cuatro quesos con aguacate y cebollita por encima estaría bien. O dos. O filetes empanados. La cosa es que si hoy hago algo delictivo es muy posible que mañana me levante con los pies como un elefante. Y ya estoy bastante pesada, bastante torpe. Hoy iba tan digna por la calle y pisé en falso sobre un palé viejo que alguien se dejó al lado del bordillo. Salí volando, aterricé sobre la rodilla izquierda y además me las arreglé para liarme con la correa de la Pini (que es larga-larguísima). Me recogieron tres chicas que querían llamar a una ambulancia. Supongo que me vieron la cicatriz en la cabeza. Mientras me desenredaba de la correa les dije que no, que tranquilas, que antes también me caía a cada rato. Me volví a casa cojeando un poco.
Tengo la rodilla toda azul, pero no me rompí nada. Qué suerte. 

P.S. Más suerte. Mi dibujante, ese que no me lee, dice que va a tardar un poco más de lo previsto. Según mis cálculos, tendremos libro en 2056, coincidiendo con el fin del mundo. 

martes, 19 de noviembre de 2013

29. Dos cosas

1. Tengo chepa por culpa de los corticoides. Esto los médicos, tan dados a la poesía, lo denominan "lipodistrofia", "almohadilla de grasa dorsocervical" o, aún más bonito, "joroba de búfalo". Yo no sufro mucho, primero porque no me la veo (en primer plano, mis cachetes eclipsan a la luna y mi papada me aproxima cada día más a Enrique VIII), y también porque mi capacidad de sufrimiento es limitada. Pero voy con mi madre por el paseo de la playa, ella se para delante de un señor que vende cupones y le compra dos, uno para cada una. Y a continuación, sin pedirme permiso ni nada, me frota los cupones contra la chepa. "Trae suerte", dice, convencida. La gente nos mira.
El cupón, encima, no toca. 

2. Esto de las convulsiones me pone nerviosa. Ayer me dio una crisis en un bar y pasé mucha vergüenza. No he conseguido encontrar un desencadenante común, quiero decir, a veces estoy desayunando, a veces dormida, a veces de paseo; aparentemente da lo mismo cuál sea mi nivel de actividad física, la presión atmosférica, el estado de la mar... Justo antes de que arranquen siento una especie de bloqueo en la mandíbula, como si me estuvieran amordazando. Así que ahora me paso buena parte del día vigilando y haciendo pruebas. Mandíbula para acá, mandíbula para allá, mueca de enseñar los dientes. Parezco un camello rumiando. Pestañudito y eso.

sábado, 16 de noviembre de 2013

28. Indulto (II)

Ya he dejado de bailotear por los rincones. Estoy aliviada y agradecida. Aunque éste no es un indulto sin condiciones. Ojalá. Miren:

- Según el estudio aquel de los positrones y la resonancia magnética, mi cerebro está regio y reluciente. Pero según los demás análisis, el resto de mi persona tiende al desastre. Ahora tengo colesterol. Y anemia. Y más cosas. No puedo tomar sal. Ni queso, ni sushi, ni tortilla, ni jamón, ni croquetas, ni bacalao, ni marisco, ni guacamole, ni chocolate, ni leche de verdad, ni, ni, ni. Lo que sí puedo comer son cosas chatas, blancas o grises o verdes, siempre y cuando no sepan a nada reconocible. Ah, y una cerveza al día. Pequeña. Más ocho medicamentos distintos (a no ser que me duela algo). La industria farmacéutica me ama.

- Me ha llegado otro envío de la señora de los unicornios. Esta vez las pegatinas decorativas son de colibríes y mariposas. Y en vez de un disco hay textos. Como “El espejo de la mente”, que explica que tengo que visualizar los problemas (si existieren) dentro de marcos de distintos colores. Azules y blancos. Así se solucionan. Y luego hay unas hinteresantes hafirmaciones que debo repetir, del tipo “mi vida siempre está llena de sorpresas agradables” y “las redes neuronales funcionan según las órdenes que se les dan”. No digo más.

- A veces tengo convulsiones. Hasta ahora nunca las había visto desde fuera, pero hoy me cogió una crisis enfrente del espejo del baño. He decidido que en adelante voy a llevar una pañoleta grande en el bolso, y si empiezo a retorcerme por ahí, me la echo por encima, así, discretamente, como si fuera un loro a la hora de dormir, hasta que se me pase.


viernes, 15 de noviembre de 2013

27. Indulto (I)



Yo no sabía que me iban a perdonar la radioterapia. Lo que tenía por delante hasta ayer eran dos meses de ir cada día al hospital, sentarme en la sala de espera hasta que alguien dijera mi nombre por megafonía, entrar, saludar, tenderme, una de rayos, en fin. Y para eso era preciso que tuviera ropa que ponerme. Porque no se puede ir al hospital envuelta en una manta. Ni en albornoz. Por lo menos no todos los días.
A mí ir de compras me cansa. Pero ir de compras cuando no me cabe nada que no sea talla XXL es agotador. Además, que algo te quepa no es razón suficiente para llevártelo. Entre otras cosas, la ropa enorme es carísima. Ustedes, seres de tamaño normal, no se dan cuenta de estas cosas. Menos mal que estoy yo aquí para abrirles los ojos.
La cosa es que ayer, antes de la cita con la oncóloga, salí de compras con mi madre. "Con mi madre" es un agravante, por si se lo están preguntando. Durante horas fui poniéndome y quitándome pantalones, faldas, camisas, vestidos. Odio los probadores, los espejos de los probadores, las luces de los probadores. Y a las dependientas animosas las odio particularmente. “Yo lo veo muy alegre, muy juvenil, te favorece”.  “Parezco una tienda de campaña para seis personas”. “No, no, esa no es la actitud. Estás muy mona. Ponte éste, a ver, el blanco, que es tan fresco y desenfadado”. “Parezco el camioncito de los congelados”. “No, no, mira éste, que es más elegante, el negro de las lentejuelas”. “Parezco la Caballé en el anuncio de la lotería”.
Al final conseguí comprarme una camisa. Y una falda. Y calcetines. Y la ropa interior más fea y aburrida de la historia. Y me fui al hospital. Y entonces las buenas noticias, inesperadas y explosivas.
Pensamiento número uno: no me van a freír la cabeza, me van a ir quitando los corticoides, nada de quemaduras ni daños colaterales.
Pensamiento número dos: soy libre como el sol cuando amanece, o casi.
Pensamiento número tres: me podía haber ahorrado la mañana de compras, joder.
[continuará]

jueves, 14 de noviembre de 2013

26. Noticia

Que dice la doctora que no me hace falta la radioterapia. Que me puedo ir a mi casa tranquila. Que me irán revisando. Que ahora mismo todas las siete mil pruebas que me hicieron indican que mi cerebro va bien. Y que el comité de expertos lo ve claro.
Yuju.
Mañana si eso escribo más.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

25. Centralitas


Llevo unos días lentos y feos. Espero noticias, pero el teléfono no suena, así que llamo yo y me topo con una centralita que no cede ante ningún tipo de asedio, “buenos días, ¿me puede poner con la doctora Suárez, de Oncología Radioterápica?”, “le paso”, no, señora, no me pasa, se lo juro que no; perdone, soy yo otra vez, y otra más, y otra. Voy al hospital en ayunas, extiendo el brazo ante las enfermeras (que por lo menos ya no protestan ni se quejan de mis venas, como si me las hubiera estropeado yo adrede nada más que para darles trabajo); me quito los esparadrapos, miro con interés las manchas (rojas) y los pegotes (negros) que me quedan, calculo si me saldrá un moretón (azul), los informes tardan, las nubes se levantan, que sí, que no...

Bueno, que gracias a la insistencia de mi hermana, que se pelea mejor que yo con las centralitas y con lo que haga falta, mañana a la una tengo cita con la doctora. Ella me dirá cuándo empiezo con la radioterapia, y si antes me da tiempo de irme unos días a mi casa, a mi sofá, a respirar y a jugar brevemente a que no pasa nada, y también si hay que fabricarme una máscara nueva. Porque seguro que la que me hicieron a medida en octubre ya no me cabe. Mi cabeza es gorda, inmensa, como la de un muñeco de nieve. Y el resto de mi persona también sigue creciendo. Sobre todo la barriga y los lomos. Ya solo entro dignamente en dos camisas. Hoy fui a ver si me compraba alguna más, pero todo lo que encontré era muy triste, muy aburrido, como de maestra vieja de catequesis. Se me ha ocurrido que podría vestirme de señora saharaui, aunque no sé si seré capaz de aprender a mantenerme debidamente envuelta y caminar a la vez.

Mañana, también, es el primer examen de mis no-oposiciones.

lunes, 11 de noviembre de 2013

24. Relajación intracorpórea



Lo de los positrones fue bien. El informe es, en general, incomprensible, pero dice “no se registra actividad metabólica sugestiva de malignidad”. Eso, créanme, mola. Ahora estoy esperando a ver qué se ve en mi última resonancia magnética. Ariel cree que si siguen haciéndome pruebas e inyectándome cosas radiactivas dentro de poco seré capaz de encender la cafetera con la mente. Yo me veo más prendiéndole fuego a distancia a las cosas (o a la gente), pero habrá que esperar.

Una amiga de mi padre envió por correo un disco y una notita para mí. El sobre está decorado con una pegatina de un unicornio blanco y rosado. La notita pone “Querida María, si a partir de un momento uno cambia, los efectos beneficiosos aparecen”; el disco, “Con toda mi energía - Acción Mental y Relajación”. Y luego hay un dibujo de un corazón. Mi padre dice que no sea tan tajante ni tan despreciativa, que le dé una oportunidad, que esta señora es estupenda y muy positiva, que ha sobrevivido a tres cánceres ya, y que no puedo cerrarme en banda de esta manera.

Vaya si puedo.

Pero de todos modos puse el disco. Empezaba con musiquita de piano y vientos de fondo. Luego salía la voz de un tipo que se llamaba Carlos y que me explicaba que me iba a relajar intracorpóreamente, que tenía que ir ajustándome al estado mental alfa, y que respirase hondo y me desprendiese de toda carga negativa. Y que para eso contase con él y fuese repitiendo que me siento de maravilla, sin molestias ni tensiones, y que...

Bueno, que no.

Postdata (con amor). Sigo hinchada y enorme y me muevo como los vapores antiguos, cabeceando y oscilando, a proa, a popa, a babor, a estribor. Parece que empiezo a menguar un poco, pero no descarto acabar rodando, como Alfio, la Bola Troglodita. A cuenta de esto, dos amigos me han dado frases estupendas que procedo a compartir con ustedes: 
1. "Pues hasta poco soplada te veo". 
2. "Ay, qué guapa estás, tan cachetudita".

miércoles, 6 de noviembre de 2013

23. Pinturas

Más convulsiones. Más medicinas. Mañana, más pruebas y más médicos.
El descubrimiento del día: el pañuelo en la cabeza multiplica mi prodigioso imán de pirados. De piradas, en concreto. Se me acercan las señoras por la calle, me miran mucho, como si yo no estuviera allí, y luego me cuentan sus enfermedades o me dan ánimos o me recomiendan cosas, así, sin más. La de hoy dijo "mi niña, tú perdona que te pregunte, es que yo sé lo que es eso y te comprendo, ¿lo tuyo es del pecho o qué?".  Abrí mucho los ojos y contesté "no, es del cerebro". Se asustó y se fue.
Estoy harta de pañuelos y de piradas comprensivas. Así que decidí salir con la cabeza descubierta, que la cicatriz ya no impresiona tanto. En realidad ya tengo pelo, aunque con clareras en los sitios donde la neurofisióloga me puso las agujas espirales aquellas para monitorizarme durante la cirugía. Y no me gustan nada. Una cosa es rapada y otra tiñosa. Así que rebusqué entre las sombras de ojos y encontré una que da el pego razonablemente. Ahora me pinto la cabeza.
 

martes, 5 de noviembre de 2013

22. Oh happy day

Hoy volví a tener convulsiones. Por la mañana tempranito, en la playa. Acompañada por mi madre, la Pini y dos chihuahuas. No se sabe por qué; habían pasado más de dos meses desde el último episodio. Mi madre cree que es porque me cogí nervios gritándole a la perra, que estaba metida de patas en el agua masticando no sé qué carroña flotante y no me hacía caso ninguno. Pero si fuera por eso llevaría teniendo convulsiones ininterrupidamente desde el invierno de 2008. Un rollo, verán. Aunque recuperé el habla pronto, y luego pude seguir caminando y bañarme en la marea y todo (con mi madre a un metro, acechando como un halcón). Vuelvo al régimen de vigilancia permanente.
Luego, ya en casa, me llamaron por teléfono y mi hermano lo cogió y dijo muy encantadoramente que sí, que estaba y que me podía poner. Últimamente no soporto el teléfono y nunca estoy ni me puedo poner. No es nada personal, da igual quién llame. La cosa es que me asfixio toda hablando y además dejo de entender lo que me dicen después de los primeros cinco minutos. Bueno, pues hablé (podía haber fingido una crisis, si es que soy imbécil) y me mandaron a tomar remolachas, sésamo y ácido lipoico. Me cago en Saber Vivir y en todos sus muertos.
Y para completar la mañana decidí que no podía seguir así, con estos pelos en la cara (gentileza de los corticoides, también), y que sólo había dos opciones reales: dejarme sin complejos unas patillas dickensianas, que igual me ayudan a escribir más y mejor, además de estilizarme las facciones, o hacer algo drástico de una vez.
Ahora me veo mejor. Tengo un aire entre victoriano y rockabilly que me favorece bastante.



lunes, 4 de noviembre de 2013

21. Mortadela con positrones



Imagínate que eres una mortadela. No es tan difícil. A mí no me cuesta ponerme en el papel, porque gracias a la medicación que tomo he ganado doce kilos en dos meses. Sí, hoy me pesaron en el hospital. No lloré ni di patadas. Pero casi.

Bueno, pues tú eres una mortadela grande y lustrosa, italiana incluso, y hay unos médicos que tienen gran interés en saber qué te pasa por dentro. Entonces, en vez de hacerte lascas finitas con una máquina de esas de cortar embutidos, y tomando en consideración que eres una mortadela viva, te meten en un aparato que hace lo mismo, pero sacando imágenes, sin rebanarte ni nada irremediable.

Lo que hace este aparato se llama Tomografía por Emisión de Positrones. Para que funcione, tú, mortadela querida, tienes que llegar a Medicina Nuclear en ayunas, ponerte una bata de papel azul, pasarte dos horas quieta, callada, sin leer ni  hablar ni oír la radio ni mirar el teléfono ni moverte apenas, vamos, cero estímulos, y además tienen que ponerte un isótopo radiactivo que creo que se llama flúor-18. Es muy bonito, porque te encierran en una habitación amarilla de paredes muy gruesas, con un cartel en la puerta que dice “ZONA CONTROLADA – RIESGO DE IRRADIACIÓN EXTERNA Y CONTAMINACIÓN”, y viene un enfermero y te pincha con una jeringuilla de plomo.

Pasas a ser una mortadela radiactiva. Mucho más elegante. Casi luminosa.Te meten dentro del aparato, te atan con unas correas y te dicen que no te muevas. Total, es media hora. Luego te sacan, pero vuelven a entrarte otra vez, y otra. Entonces te dejan vestirte y salir. A esas alturas llevas como doce horas sin comer y bastante haces con no devorar al personal sanitario por los pasillos. O a ti misma.
¿Alguien tiene un cacho de pan?

viernes, 1 de noviembre de 2013

20. Listado actualizado



Actividades interesantísimas a las que me dedico estos días:

- Resfriarme y morir. Bueno, resfriarme y respirar fatal.

- Dormirme por los rincones. Decirle al Señor Alto, muy dispuesta, “vamos a no-sé-dónde”, y luego quedarme sopa mientras él sube a por la chaqueta y las llaves.

- Leer tebeos y novelas de crímenes, pero en dosis mínimas, tan cortas que a veces se me olvida quién se ha muerto ya y quién es el sospechoso filonazi y/o psicótico. La culpa es de ellos. Deberían llevar etiquetas identificativas.

- Ahogarme al tratar de pintarme las uñas de los pies. Esto, para el capítulo “formas  indignas de perder el conocimiento en el hogar”.

- Mirar con preocupación lo mal que me está creciendo el pelo, así, a manchones. De las canas ni hablo.

- Ahuyentar chihuahuas, que son tantos y tan repetitivos, sin hacer ni caso de sus ojos de reproche.

- No encontrar el teléfono jamás.

- Preparar las pastillas del día y pensar todo el rato que me equivoco, porque son muchas, y en cualquier momento voy a empezar a recitar odas a la patria en lengua albanesa. Darme cuenta siempre a última hora de que se me está acabando tal medicamento, agobiarme, mirar las farmacias de guardia. Pensar que necesito un botiquín más grande, de unos cincuenta litros de capacidad o así. Con ruedas.

- Comprobar que vuelvo a tener tobillos. Tomarme la tensión. Odiar la comida sin sal y el café de mentira.

- Probar modos nuevos de atarme el pañuelo con la ingenua pretensión de que no se note tanto la cara de torta que tengo. El método tradicional (conocido también como “doña Rogelia”, vamos, el nudo bajo la barbilla en vez de atrás, en la nuca) va ganando puntos. Pena que resulte poco estiloso y una sea medio fashion victim.

- Hacer planes para la semana que viene tipo “el lunes tengo hospital, el martes también, el miércoles libro, el jueves otra vez, ¿será en ayunas lo del jueves?”.

- Hablarle a la tele con odio. Decirle “Por supuesto que me puedo perder semejante mierda”, o “¡Pena de muerte, pena de muerte a todos!”.